Tres años ya. No voy a mentir, sigue doliendo, pero ahora
duele distinto. Duele ver que el mundo sigue girando aun cuando ya no estás,
siguen pasando cosas en todos lados, buenas y malas, y ya no estás para verlo,
para comentarlo mientras desayunábamos los domingos, o mientras tomábamos el
café los miércoles por la tarde. Duele pensar que ahora voy a conocer gente que
nunca te conoció y a la cual me va a costar trabajo explicarle lo importante
que eres (me cuesta hablar de ti en pasado) para mí, que las palabras no me van
a alcanzar para describirte y transmitirles tu forma de ser, las palabras que
me decías cuando estaba triste, tu olor o el color de tus uñas. Duele saber que
yo también sigo viviendo, y caminando y no te puedo presumir o pedir consejo o acurrucarme
en tu regazo cuando no había otra cosa qué hacer.
Intento construirte con los
pedacitos que tengo en mi memoria, intento pensar qué me dirías por teléfono al
contarte que entré al doctorado o que fui a trabajar a otra ciudad, que me
robaron el celular o que odio al jefe malvado que tengo. Intento sentir tus
manos en mi espalda cuando me siento abatida, cuando necesito consuelo o cuando
no quiero ni levantarme porque la tristeza de tu ausencia es demasiado pesada.
Y me duele pensar en que llegará el día en que serán más los años que viví sin
ti a los que viví contigo, y que son más las personas que no te conocieron a
las que sí, porque no quiero que desaparezcas, yo quisiera que todo el mundo
supiera de ti, de tu fuerza, de tu inteligencia, de que siempre fuiste el alma
de las fiestas y contabas los mejores chistes, de los miles de pretendientes
que tuviste y los muchos lugares que visitaste.
Si hay algo que me faltó decirte fue que yo te hubiera
querido siempre. De todas formas. Aunque no hubieras pagado ni una de mis miles
de colegiaturas, o la fiesta de mi boda, o el enganche de mi carro. Te hubiera
querido aunque no me hablaras por teléfono cada semana para preguntarme si
estaba bien y si necesitaba algo, aunque no me hubieras comprado cada domingo
de desayunar. Porque tú siempre me diste mucho más que dinero. Me rascaste la
espalda hasta que me durmiera desde que era un bebé y lloraba de angustia por
no tener a su mamá biológica cerca, me dijiste que yo podía ser lo que yo
quisiera porque era capaz de hacerlo, me permitiste estudiar lo que yo quisiera
aunque eso implicara irme a vivir a otra ciudad´, me apoyaste cuando decidí
divorciarme sin hacerme sentir que estaba haciendo algo mal, a todo el mundo le
decías que yo era tu orgullo, me hiciste sentir inteligente y bonita, pero
sobre todo, amada. Fuiste la única que se preocupó por eso. Y fuiste la única que genuinamente me quiso
sin esperar nada a cambio. Yo sé que tú sabías de todo mi amor por ti, y sé que
era tu hija del corazón, sé que incluso todo el mundo reconocía ese estatus.
A veces me enojo contigo. Me da coraje que no hayas sido
capaz de decir que no, de mandarnos a todos al carajo y dejaras de cargar a
toda la familia a cuestas. Me enoja que el cáncer te haya consumido y al final
hubiera sido para ti la única salida a ese callejón que significaba hacerse
cargo de todos menos de ti misma. Hubiera querido que te hubieras arriesgado,
que hubieras puesto un alto, no iba a pasar nada malo, te íbamos a seguir
queriendo. Yo te iba a seguir queriendo. Quizá no ibas a tener tanto poder o
control sobre todos, quizá algunos se iban a sentir ignorados, ¡pero qué
demonios! Ya todos estábamos grandecitos y de algún modo íbamos a poder
sobrevivir. Pero ni modo, las cosas fueron como fueron y si en algo puedo
honrar tu memoria y aprender de tu legado es no cometiendo los mismos errores,
aunque eso implique renegar a parecerme a ti en eso. Pero estate tranquila,
quedaron de ti muchas otras cosas en las cuales me parezco y te recuerdo.
Tres años ya.